Tetas Marchitas

 



Ella tenía los senos marchitos y una sonrisa rígida dibujada en su rostro. Observaba con impaciencia a su amante, quien encendía la pipa cargada con una generosa dosis de polvo amarillento, del mismo tono que sus dientes carcomidos por las caries y la falta de higiene. Tenían ánimos de fiesta; lograron vender las botellas y vidrios que recolectaron durante el día, aprovechando que la noche anterior fue feriado y los bares y plazas estaban llenas de juerga. Cambiaron los kilos de plástico por gramos de bazuco, la droga de preferencia entre los habitantes de calle.

El hombre, mientras la mujer fuma ansiosa, le acaricia el seno; un pezón endurecido se marca bajo la blusa raída. A falta de privacidad, el, a empujones, conduce a la mujer hacia un bote de basura. Momentos antes, el camión de desechos había pasado vaciando los contenedores, convirtiendo el lugar en un refugio ideal. Le ayuda a treparse y ella cae al otro lado. Él mira a su alrededor y, con agilidad, se arroja dentro del tacho y cierra la compuerta. Inician su romance en ese motel improvisado.


La ciudad retoma su rutina. Los autos suben y bajan por la avenida, mientras una señora pasea a su perro, que se detiene a olfatear la esquina del basurero. Ella le da un fuerte tirón para que se aleje de esa suciedad. El perro, cuyo instinto natural de cazador se ha visto frustrado en la ciudad, intuye que ha percibido algo, aunque no sabe con exactitud qué detecta su nariz sensible. Sus orejas, capaces de captar sonidos de frecuencia más alta que los humanos, alcanzan a escuchar un gemido. Sin embargo, su dueña, apurada, no le da tiempo para investigar. Intenta voltear, pero la señora lo jalonea con prisa y le reclama para que siga caminando.

Cuando se está en la calle, se pierde la decencia, la pulcritud. La calle es sucia, como la prostitución. Se abren de piernas por sed, por hambre, por ansiedad de fumar. Ya nada importa; las relaciones humanas son por dependencia. Se juntan los más miserables, que se conduelen unos de otros.


La Tania me confesó una tarde que las llagas en su lengua, que le dolían al comer, al besar e incluso al hablar, las atribuye al momento en que un p3n3 fétido, al eyacular, le llenó la boca de pus y secreciónes, lo que le provocó arcadas. A los pocos días, sufría de una inflamación de ganglios y fiebre. Pero ya estaba acostumbrada a los malos olores, a los alientos podridos, a los mendigos que no se asean por semanas y pagan por s3xo o r a l. Por ahora, ellos son sus únicos clientes. Ha logrado acostumbrarse al asco que siente por ella misma. "Me da repugnancia cuando me miro al espejo; por eso evito verme en los reflejos de las vitrinas", me dijo. "Camino por la calle como los caballos con viseras, me permite concentrarme en lo que está delante de mí: la próxima esquina, la próxima dosis, evitando tropezar en el precipicio de las veredas".

La mujer asoma la cabeza primero y pide ayuda al hombre, que de un empujón la hace caer del otro lado, raspándose la rodilla. Se queda adolorida, buscando algún tipo de consuelo en él. El hombre se demora en salir; mientras tenían relaciones, logró advertir algunos "tesoros" dentro del tacho. Comienza a sacar cartones, unos zapatos que aún tienen uso, y encuentra un paraguas roto que podría servirle para improvisar una tienda de campaña, para refugiarse de la lluvia o taparse de las miradas y obtener algo de privacidad. 

La noche anterior, en la madrugada, un pelotón de policías realizó una redada, Aprovecharon que dormían, y les botaron todas sus pertenencias. Bajaron de las camionetas con insultos y ferocidad, desarmando su cuchitril que le tomó días construir. Había conseguido una caja grande de electrodoméstico, unas cobijas abrigadas que le donaron las misiones nocturnas de cristianos que llegan puntualmente todos los miércoles por el barrio. Si aún conservara su refugio, que era el mejor campamento de la cuadra, no tendría que recurrir a los tachos de basura para tener intimidad. No todos los días tiene esa "fortuna". Son pocas las veces que una mujer se pone caliente con él de gratis. Lamentablemente, no contaba con un condón, que siempre guarda en su mochila, pero los policías se lo confiscaron todo. 

Con preocupación disimulada, evita pensar en la tragedia de alguna enfermedad. Escarba entre la basura, repasando en sus actos impulsivos, casi animales. Salta del contenedor y mira a su amante miserable, que lo observa con ojos desvalidos. Se siente cabreado y se desquita con ella, por ser tan pxta. En la calle todo se rumorea, y se dice que la Tania fue violada por el Griego, quien no hace mucho murió como un perro en un lote baldío, con sida.

Ya párate, mierda, que la gente luego jode. Ya lárgate, que el polvo se acabó —dice él.  Ella, tratando de desviar la agresión a otro tema, le pide un último pipazo.

—¿Que no escuchas que ya no queda nada? Para aseverar lo que dice, le muestra la pipa vacía. Ella tratando de incorporarse con dignidad, lo mira con reproche, se acomoda la vestimenta, y solo se le ocurre decir para ofenderlo:

Desgraciado, ni siquiera sabes complacer a una mujer. Me largo, pero cuando tenga dinero, no he de volver por aquí, porquería.

Se aleja con la mirada enrojecida. Él toma una lata de conservas que saca del basurero y se la lanza, sin alcanzarla. Ella sigue caminando sin voltear, y él lanza otro objeto, que, liviano, cae sin peso en el aire.

Él se queda con una sensación de sospecha, y maldice al Griego en su tumba. Esa tarde, llego una camioneta de medicina legal y retiraron el cadáver. Había pasado días tieso en ese lote baldío. Los demás habitantes de calle evitaban acercarse por miedo a contagiarse. Abandonaron el descampado cuando él llegó a tumbarse allí, enfermo de debilidad. Era un desgraciado en vida; acostumbraba a violar a las mendigas. Usaba la jeringa; seguramente fue esa la razón de su contagio, aunque otros dicen que fue el karma por ser tan ruin. El sida se riega por la calle como pulga que brinca de un cuerpo a otro. Todos se miran con desconfianza, pero cuando están prendidos de humos y guanchaca, se olvidan por un instante del recelo, y se abrazan, cobijándose en calor humano. La promiscuidad, el abandono, la falta de amor; nadie confía en nadie. Todos compiten por el mismo pan. Duermen con sobresalto; la noche acecha con ladrones, malandros, sombras. Cuando logran abrazarse a un cuerpo, lo hacen con desahogo, momentáneamente un quita pesares. Él toma sus tesoros de despojos, y se aleja en dirección contraria, Tania se pierde de vista al girar por la esquina. Siente tristeza en su corazón, por ella, por los dos, por la vida miserable que les acompaña. El pavimento frio, la dureza de la calle. La fortuna le es esquiva. Al pasar por la frutería, le regalan una funda de plátanos que están por pasarse, esa es su vida, las sobras. 








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